sábado, 2 de junio de 2012

Los 7 Dones del Espiritu Santo (temor de Dios)


Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad(cfr Jn 15, 4-7).
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.
1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda malestas de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la obediencia y del amor.

viernes, 1 de junio de 2012

Los 7 Dones del Espiritu Santo (Piedad)


Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.  Clamar  ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.

1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»: «i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».

jueves, 31 de mayo de 2012

Los 7 Dones del Espiritu Santo (Ciencia)



Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-89
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).
Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quien no se acuerda de alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).
3. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
Esta ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseria a caminar "para que en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI del tiempo ordinario).
www.corazones.org

EL ESPÍRITU SANTO Y SU PRESENCIA EN NOSOTROS SEGÚN SAN PABLO



S.S. Benedicto XVI, 15 Nov, 2206
Sabemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles, al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu pentecostal imprime un empuje vigoroso para asumir el compromiso de la misión para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los Apóstoles narra toda una serie de misiones realizadas por los apóstoles, primero en Samaria, después en la franja de la costa de Palestina, como ya recordé en un precedente encuentro del miércoles. Ahora bien, san Pablo, en sus cartas, nos habla del Espíritu también desde otro punto de vista. No se limita a ilustrar sólo la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del cristiano sino sobre su mismo ser. De hecho, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (Cf. Romanos 8, 9; 1 Corintios 3, 16) y que «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gálatas 4, 6). Para Pablo, por tanto, el Espíritu nos penetra hasta en nuestras profundidades personales más íntimas. En este sentido, estas palabras tienen un significado relevante: «La ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte… Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Romanos 8, 2.15), dado que somos hijos, podemos llamar «Padre» a Dios. Podemos ver, por tanto, que el cristiano, incluso antes de actuar, posee ya una interioridad rica y fecunda, que le ha sido entregada en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, una interioridad que le introduce en una relación objetiva y original de filiación en relación con Dios. En esto consiste nuestra gran dignidad: no somos sólo imagen, sino hijos de Dios. Y esto constituye una invitación a vivir nuestra filiación, a ser cada vez más conscientes de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, determinante para nuestra manera de pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad semejante, aunque no igual, a la del mismo Jesús, el único que es plenamente verdadero Hijo. En Él se nos da o se nos restituye la condición filial y la libertad confiada en nuestra relación con el Padre.

De este modo descubrimos que para el cristino el Espíritu ya no es sólo el «Espíritu de Dios», como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como repite el lenguaje cristiano (Cf Génesis 41, 38; Éxodo 31, 3; 1 Corintios 2, 11.12; Filipenses 3, 3; etc.). Y no es tan sólo un «Espíritu Santo», entendido genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo Testamento (Cf. Isaías 63, 10.11; Salmo 51, 13), y del mismo judaísmo en sus escritos (Qumrán, rabinismo). Es propia de la fe cristiana la confesión de una participación de este Espíritu en el Señor resucitado, quien se ha convertido Él mismo en «Espíritu que da vida» (1 Corintios 15, 45). Precisamente por este motivo san Pablo habla directamente del «Espíritu de Cristo» (Romanos 8, 9), del «Espíritu del Hijo» (Gálatas 4, 6) o del «Espíritu de Jesucristo» (Filipenses 1, 19). Parece como si quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (Cf. Juan 14, 9), sino que también el Espíritu de Dios se expresa en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.

Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. De hecho, escribe: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Romanos 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, es decir, el Espíritu del Padre y del Hijo, se convierte como en el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, del que no podemos ni siquiera precisar los términos. El Espíritu, de hecho, siempre despierto en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender de este modo a rezar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.

Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos ha enseñado san Pablo: su relación con el amor. El apóstol escribe así: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5). En mi carta encíclica «Deus caritas est» citaba una frase sumamente elocuente de san Agustín: «Ves la Trinidad si ves el amor» (número 19), y luego explicaba: «el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón [de los creyentes] con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado» (ibídem). El Espíritu nos pone en el ritmo mismo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo. Es sumamente significativo que Pablo, cuando enumera los diferentes elementos de los frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, etc.» (Gálatas 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la misa con una expresión de san Pablo: «… la comunión del Espíritu Santo [es decir, la que por Él actúa] sea con todos vosotros» (2 Corintios 13,13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Se comprende de este modo el motivo por el que Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: «Sed fervorosos en el Espíritu» y «No devolváis a nadie mal por mal» (Romanos 12, 11.17).

Por último, el Espíritu, según san Pablo, es un anticipo generoso que el mismo Dios nos ha dado como adelanto y al mismo tiempo garantía de nuestra herencia futura (Cf. 2 Corintios 1, 22; 5,5; Efesios 1, 13-14). Aprendamos, de este modo, de Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, de la alegría, de la comunión y de la esperanza. A nosotros nos corresponde hacer cada día esta experiencia, secundando las sugerencias interiores del Espíritu, ayudados en el discernimiento por la guía iluminante del apóstol.


miércoles, 30 de mayo de 2012

Los 7 Dones Del Espiritu santo (Fortaleza)


Fortaleza: Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza.  Para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14-V-891. En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre el ejerce el ambiente circundante.

2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moralla fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.

3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
Cuando experimentamos, como Jesus en Getsemani, «la debilidad de la carne» (cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10).

4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu!

Pidamos a Maria, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.

martes, 29 de mayo de 2012

Los 7 Dondes del Espiritu santo (Consejo)


Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 7-V-892. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone.
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias». Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos y positivos.
En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de todos nosotros para obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).
3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cfr Mt 5-7).
Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.

Mi Testimonio en la Renovacion Carismatica




Padre Jordi Rivero
Era yo un joven estudiante de ingeniería cuando mi madre me invitó a un grupo de oración. La primera visita fue una gran sorpresa. Los cantos de alabanza, el gozo, los brazos elevados hacia el cielo y el entusiasmo por la Palabra de Dios. Era evidente que aquellas personas creían en un Dios vivo que se manifestaba entre ellos. Se oraba por los enfermos, con frecuencia se cantaba y rezaba en unas lenguas extrañas según el don de lenguas. Algunas personas dieron sus testimonios de curación o de favores recibidos. Otra experiencia nueva para mi fue escuchar palabras dichas en nombre de Dios: "Hijos míos les amo", "Hijos míos quiero un pueblo fiel y obediente". Sabía que eran mensajes bíblicos, pero todos los escuchaban concientes que son mensajes dirigidos a nosotros ahora y le daban gracias a Dios. 
Pregunté si eran católicos y sonriendo me dijeron "¡claro!". Yo no estaba muy convencido hasta que me demostraron que ese mismo año (1975) habían celebrado una gran conferencia en Roma y el Papa les había concedido celebrar la Santa Misa en el altar mayor de San Pedro presidida por el Cardenal Suenens.  Aquella experiencia de Dios y de hermandad me atrajo y seguí participando semanalmente, como quien descubre un mundo nuevo. Mi experiencia con la renovación fue siempre católica. En ella creció mi amor a la Iglesia, María Santísima y al Papa.
Un día el líder del grupo nos invitó a un seminario de la vida en el Espíritu Santo para prepararnos a recibir el bautismo del Espíritu Santo.  Nos explicaron que no se trata de un nuevo bautismo sacramental sino de una apertura del corazón para que las gracias de aquel bautismo se aviven en nosotros. Fui con gusto pero no podía yo imaginarme las consecuencias que tendría para mi vida. Antes del Bautismo en el Espíritu me confesé y cada día le pedía al Señor que me llenara de su Espíritu Santo. El día del bautismo en el Espíritu nos hablaron de Pentecostés y nos animaron a abrir el corazón a su venida. Yo hice la renuncia a Satanás y renové mi fe en el Credo. Puse mi vida en manos de Jesús. FIAT. Le pedí a La Virgen que me ayudara a entregarme como ella, en ella, que se hiciera en mi la voluntad de Dios. "Haz lo que quieras". Recuerdo cuando me arrodillé ante el Padre Doyle y el oró sobre mí. Todos estaban alabando en lenguas. En ese momento experimente al Espíritu en mi corazón revelándome a Jesús: su amor por mi, su majestad y su humildad. ¿como explicar?  Pablo lo dice bien: "juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo" Filipenses 3,8.  Arrobado en esa experiencia sentí la certeza de que Jesús me llamaba al sacerdocio y así lo dije. Antes lo había pensado pero le ponía resistencia, pero esta se desvaneció y quedó una convicción profunda. 
Al día siguiente me sentí triste ante la vocación al sacerdocio. Otra vez me parecía que sería incapaz de tanta renuncia. Pensé que quizás fue una decisión demasiado emotiva por la experiencia. Fui a un sacerdote y me dijo lo mismo, aconsejándome terminar la carrera y entonces ver si seguía la vocación. Pero esa noche al orar recibí paz sobre la vocación y me di cuenta que esperar a terminar la carrera sería un error en mi caso. Recibí el pasaje «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.» Lucas 9,62. En ese momento salí al jardín de casa y vi una paloma blanca que se posaba sobre la rama del roble.  La paloma estuvo en el jardín, casi siempre en la rama por una semana. Fue para mi una señal de confirmación que me llenó de gozo. Era el año 1976. Puedo decir que desde entonces jamás he tenido ni la mas pequeña duda de que Jesús me llamó al sacerdocio. Fui ordenado el 15 de mayo de 1982. Quiero expresar mi profunda felicidad y agradecimiento a Dios por haber llamado a este indigno siervo a ser su sacerdote para siempre.
Desde que experimenté la gracia de la Renovación Carismática la he vivido y compartido. El Espíritu Santo no ha dejado de ser un fuego en mi corazón que me mueve a estar conciente de su amor y desear corresponderle.  Estoy profundamente agradecido al Señor.

Padre Jordi Rivero

lunes, 28 de mayo de 2012

Versiculo del Dia (5/28/12)



“Entonces, ¿quién puede salvarse?” Jesús mirándolos fijamente, les dijo:
“Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible”. Marcos (10, 17-27)


Oración: Señor, por mis propias fuerzas es imposible salvarme. Qué me creo, Dios? Soy un pecador y solo con tu gracias puedo llegar al Cielo. Ayúdame!

domingo, 27 de mayo de 2012

Pentecostés: Cree en la fuerza del Espíritu Santo


27 de mayo de 2012

Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn 20, 22-23)


Una de las herejías más antiguas es el llamado “pelagianismo”, que consiste en creer que sólo contamos con nuestras propias fuerzas en la lucha por alcanzar la perfección y que el hombre, por lo tanto, se salva por sí mismo, sin deberle nada o muy poco al Señor y a su muerte en la Cruz. Esta falta de fe en la gracia de Dios se nota, entre otras cosas, en la disminución con que se frecuenta el sacramento de la confesión. Contra esta tendencia, tan actual, debemos reaccionar renovando nuestra fe en el Espíritu Santo y estando convencidos de que, si bien hay que poner todo lo que podamos de nuestra parte, no somos nosotros los que hacemos las cosas sino que es Dios el que las hace. Jesús quiere que no lo olvidemos y por eso en Pentecostés al dar el don del Espíritu Santo dio también el don del perdón de los pecados a través del sacramento de la penitencia. El Espíritu Santo, al que deberíamos llamar “Espíritu Santificador” actúa, entre otras formas, a través del don del perdón que recibimos al confesarnos, porque al ser perdonados renacemos a la santidad, volvemos a disfrutar de la comunión con Dios, participamos de la resurrección de Cristo.
Es Dios, como dijo María en las palabras dirigidas a su prima Isabel, el que hace maravillas y es capaz de hacerlas incluso con instrumentos tan frágiles y pobres como somos nosotros. Por eso es tan importante la confesión, porque es una proclamación de nuestra fe no sólo en el amor redentor de Cristo –que perdona nuestros pecados- sino también en que Él es capaz con su gracia, con su fuerza, de hacernos santos. Porque creemos en Él nos confesamos y seguimos luchando. Y porque luchamos venceremos.
Propósito: Pedirle al Espíritu Santo el don de la santidad, con insistencia y perseverancia. Pedírselo a la vez que pedimos perdón por nuestros pecados en la confesión.

Padre Santiago Martín

Versiculo del Dia ( Pentecostes)

Jesús dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."Juan 20,19-23

Oración: Ven Espiritu Santo, ven!



Para la revisión de vida 
-Hacer un tiempo de oración más profunda, tratando de escuchar las mociones que el Espíritu puede suscitar en mí y que quizá no tengo condiciones de escuchar en la prisa diaria. 
-Educar la mirada: lograr "ver" al Espíritu actuando en tantas cosas como Él mueve y dirige...
-No dejarnos deslumbrar por todos los que se remiten fácilmente al "espíritu" y en su nombre se apartan del compromiso del amor, de la atención a los pobres...: hacer "discernimiento de espíritus". 
-Ejercicio: leer un libro de espiritualidad comprometida.

Los 7 dones del Espiritu Santo (Inteligencia)


Inteligencia (Entendimiento): Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16-IV-89
La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.
La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)
Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.
Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos, signos de Dios!".
Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: "Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).
Invoquemoslo por intercesión de Maria Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz del Espíritu supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Lc 1, 46 s).

PENTECOSTALISMO


Padre Jordi Rivero, mayo 2007
Pentecostalismo: De "Pentecostés"
El Pentecostalismo es una corriente de avivamiento cristiano en que se experimenta el poder del Espíritu Santo y se manifiestan sus dones, incluso algunos que fuera de esta experiencia son infrecuentes: el don de lenguas, profecía, curación, liberación, alabanña, etc. (Ver: Hechos de los Apóstoles y cartas de San Pablo). El Espíritu comunica una fuerte conciencia de que Jesús es el Señor y mueve a evangeliñar. Es una gracia que ha tocado transversalmente las Iglesias cristianas (católica, ortodoxa, protestante). Hay unos 600 millones de pentecostales en el mundo.
El Pentecostalismo clásico comenñó en 1906 entre cristianos pobres, en su mayoría de raña negra que se reunían en la calle Añusa en Los Angeles, USA. Ellos no buscaban una nueva doctrina sino mas bien abrirse plenamente a la acción del Espíritu Santo. Fueron bendecidos con gracias extraordinarias fundamentadas en una profunda conciencia del Señorío de Jesús sobre el mundo y sobre sus vidas. El Pentecostalismo pronto se propagó entre las iglesias Protestantes al principio del siglo XX. Cuando algunas de las iglesias cerraron su puertas a los pentecostales, estos comenñaron sus reuniones aparte lo cual dio inicio a iglesias pentecostales independientes.

La experiencia pentecostal moderna comenñó en la iglesia católica en 1966, generalmente conocida como Renovación CarismáticaUnos pocos estudiantes de la Universidad de Duquesne (Pittsburgh, Pennsylvania – Estados Unidos), durante un retiro meditaron sobre la experiencia de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles y reñaron para que ocurriera lo mismo entre ellos. El resultado fue que experimentaron la efusión del Espíritu Santo poderosamente y comenñaron a hablar en lenguas, alabar a Dios y experimentar un enorme goño al saberse hijos amados de Dios. La profunda experiencia de gracia cambió sus vidas. Desde allí la gracia se propagó por todo el mundo. Más de 120 millones de católicos participan de la espiritualidad de la RCC actualmente.
La Renovación Carismática no contiene doctrinas nuevas. Es mas bien la obra del Espíritu Santo que entra en el corañón del hombre para capacitarlo a vivir su fe con un nuevo convencimiento de la verdad y del poder de Dios.
El pentecostalismo católico (la renovación carismática) desde el principio fue fiel a la Iglesia y muy pronto recibió la aprobación del Papa. Es de notar que surge un año después de la clausura del Concilio Vaticano II, que fue una maravillosa obra renovadora del Espíritu. El Papa Juan XXIII había reñado por un derramamiento de gracia:
Repítase así ahora en la familia cristiana el espectáculo de los Apóstoles reunidos en Jerusalén después de la ascensión de Jesús al cielo, cuando la Iglesia naciente se encontró unida toda en comunión de pensamiento y oración con Pedro y en derredor de Pedro, Pastor de los corderos y de las ovejas. Y dígnese el Espíritu divino escuchar de la manera más consoladora la oración que todos los días sube a El desde todos los rincones de la tierra: "Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés, y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y mas intensa oración en torno a María Madre de Jesús, y guiada por Pedro, propague el reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y de pañ! Así sea"  -Juan XXIII en la Constitución Apostólica del 25 de diciembre de 1961, con la que convocaba el Concilio Vaticano II.
Dios no tardó en responder a la oración que junto con el Papa elevaron a Dios millones de fieles.
Muchos tienen un concepto del pentecostalismo basado en malas experiencias de abusos y distorsiones. Recordemos que todo lo que viene de Dios puede ser desformado por el hombre. Sería una gran desgracia si por las malas experiencias nos cerramos a la auténtica gracia de Dios.
Les exhorto a que descubran las gracias del Espíritu Santo que Dios está derramando en su Iglesia para todos, no para cambiarla sino precisamente para que seamos capaces de avivar nuestra fe en toda la verdad. Jesús desea que recibamos el Espíritu Santo como lo recibieron los Apóstoles para que nos lleve como ellos a una vida nueva de santidad. La gracia se recibe cuando abrimos el corañón humildemente y con fe pedimos al Señor que envíe su Espíritu Santo.

-Padre Jordi Rivero